Todo empieza por las experiencias
Un día
María recibió una llamada informándole de que su hijo de dos años, Marco había
sufrido un accidente de tráfico con su canguro. Marco se encontraba bien, pero
la canguro que conducía, había sido trasladada a un hospital en ambulancia.
Con
el alma en vilo, María, directora de una escuela de primaria, acudió a toda
prisa al lugar del accidente, donde le explicaron que la canguro había sufrido
un ataque epiléptico mientras conducía. María encontró a su hijo en brazos de un
bombero que intentaba en vano tranquilizarlo. Lo cogió y el pequeño se calmó en
cuanto ella empezó a consolarlo.
Cuando
Marco dejó de llorar, contó a María lo sucedido. Empleando el lenguaje de un
niño de dos años, que sólo entendían sus padres y su canguro, Marco repetía una
y otra vez la frase “la uuh uuh uuh“, “la” era su manera de llamar a Sofía, su
canguro, y “uuh uuh” era su versión del sonido de la sirena de la ambulancia.
Diciendo repetidamente a su madre “la uuh uuh uuh”, Marco se centraba en el
detalle de la historia que más le importaba: se habían llevado a Sofía,
separándolo de ella.
En una situación
así, muchos sentiríamos la tentación de asegurar a Marco que Sofía se pondría
bien y luego dirigiríamos la atención de inmediato a otra cosa para que dejara
de pensar en lo ocurrido. “¡Vamos a por un helado!!!”. En los días posteriores,
muchos padres evitarían hablar del accidente para no alterar al niño. El
problema con el planteamiento “Vamos a por un helado” es que el niño se queda
confuso acerca de los sucedido y el porqué. Sigue presa de emociones
terroríficas e intensas, pero no se le permite enfrentarse a ellas (ni se le
ayuda a hacerlo) de una manera eficaz.
María no cometió
ese error. Había realizado un taller, y enseguida dio buen uso de lo aprendido.
Esa noche, y a lo largo de la siguiente semana, cada vez que los pensamientos
de Marco lo llevaban a recordar el accidente, María lo ayudaba a contar la
historia una y otra vez. Le decía” Sofía y tú tuvisteis un accidente, “¿eh que
sí?”. Entonces Marco abría los brazos y los sacudía, imitando el ataque de
Sofía. María seguía, “Sí, Sofía tuvo un ataque y empezó a temblar, y el coche
chocó, ¿no es así?” La siguiente intervención de Marco era, claro
está, el familiar sonido de la sirena, a lo que María contestaba: “Exacto.
Llegó la uuh uuh y se llevó a Sofía al médico. Y ahora ella está mejor. ¿Te acuerdas de que
fuimos a verla ayer? Está bien, ¿verdad?”.
El concepto que
constituye la base de la reacción de María, es la integración.
La integración toma las distintas partes del
cerebro y las ayuda a trabajar juntas como un todo. Igual que ocurre con un
cuerpo sano, nuestro cerebro no puedo rendir al máximo a menos que sus
distintas partes trabajen conjuntamente, de una manera coordinada y
equilibrada. Eso es lo que hace la integración, coordina y equilibra las
distintas regiones del cerebro que mantiene unidas.
Es fácil ver cuándo
nuestros hijos no están integrados: los superan las emociones, están confusos y
actúan de manera caótica. No son capaces de responder de una manera serena y
competente a las situaciones que se enfrentan.
Las pataletas, las crisis, la agresividad, y casi todas las experiencias
desafiantes para la paternidad – y para la vida- son el resultado de una pérdida
de integración.
Un cerebro
integrado da lugar a una mejor toma de decisiones, un mayor control del cuerpo
y las emociones, una comprensión de un mismo más plena, unas relaciones más sólidas
y un buen rendimiento escolar. Y todo empieza por las experiencias
proporcionadas por los padres y otros cuidadores, que sostienen los cimientos
de la integración y la salud mental.